El martes 4 de noviembre de 2025, la presidenta Claudia Sheinbaum decidió caminar unas cuantas cuadras desde Palacio Nacional hasta la Secretaría de Educación Pública, en el corazón de la Ciudad de México.
Lo que empezó como un gesto «cercano al pueblo» terminó en un escándalo: un hombre ebrio, identificado como Uriel Rivera Martínez, se acercó por la espalda, la abrazó sin consentimiento, intentó besarla en el cuello y realizó tocamientos indebidos cerca del pecho.
El video, captado por decenas de celulares, se viralizó en horas, mostrando cómo el equipo de ayudantía tardó preciosos segundos en reaccionar, permitiendo que el agresor gritara «¡Claudia de América!» antes de ser retirado.
Sí, el sujeto fue detenido y remitido a la Fiscalía de Delitos Sexuales por abuso sexual flagrante. Sí, Sheinbaum presentó denuncia y lo usó para lanzar una campaña nacional contra el acoso callejero.
Pero el fondo del asunto no es el borracho ni el machismo estructural, que existe y duele, sino la imprudencia deliberada de una jefa de Estado que, por demostrar que «no está lejos de la gente», expuso su integridad y, peor aún, la estabilidad de todo un país.
Morena eliminó el Estado Mayor Presidencial en 2018, ese «aparato represivo» que protegía al Ejecutivo con miles de elementos entrenados. En su lugar, quedó la Dirección General de Ayudantía: un puñado de civiles que, en el video, parecen más fotógrafos que guardaespaldas. Sheinbaum lo defiende: «No podemos estar lejos de la gente, eso sería negar de dónde venimos».
Frase bonita para mitin, pero ¿quién paga el costo si ese «acercamiento» deriva en un atentado real? México no es Suiza. Aquí asesinan alcaldes en plena plaza pública, como Carlos Manzo en Uruapan apenas días antes, sicarios disfrazados de fans, drones con explosivos o un loco con cuchillo no distinguen entre un borracho y un asesino profesional.
Un segundo de distracción bastó para que el agresor tocara a la presidenta; imaginen si en vez de manos hubiera sido un arma. El país entero habría entrado en crisis institucional, con sucesión express, parálisis gubernamental y pánico en los mercados. Todo por una selfie populista.
Sheinbaum, cientifica de formación, debería saber que la probabilidad de un incidente no es cero. Y cuando el riesgo es existencial, cero tolerancia significa cero exposición innecesaria.
El populismo callejero vende empatía barata, pero compra vulnerabilidad cara. Los fans aplauden, las redes estallan en «¡presidenta del pueblo!», y el régimen se regodea en su narrativa de austeridad heroica.
Mientras, los protocolos de seguridad, los cuales cualquier país serio aplica a sus líderes, se relegan a «elitismo». ¿Resultado? Un equipo de ayudantía que no intervino a tiempo, fuentes penales que admiten la flagrancia del delito sin reacción inmediata, y una mandataria que, en vez de reforzar su perímetro, promete «seguir como hasta ahora».
En un México con 15.5% de mujeres víctimas de manoseo o intento de violación en espacios públicos, la presidenta tiene razón al indignarse. Lo que no tiene es coherencia al exponerse para probarlo.
Si quiere combatir la violencia de género, que lo haga con leyes, no con su cuerpo como carnada. La cercanía se construye con resultados, no con paseos desprotegidos. Su seguridad no es capricho personal; es patrimonio nacional.
Deje el populismo callejero para los candidatos en campaña. México ya no aguanta otro susto por una foto. O será otra distracción más a los problemas reales del país
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